NUESTRO POBRE INDIVIDUALISMO
Por Jorge Luis Borges
(Tomado de “Otras Inquisiciones”)
Las ilusiones del patriotismo no tienen término. En el primer siglo de nuestra era, Plutarco se burlo de quienes declaran que la luna de Atenas es mejor que la luna de Corinto; Milton, en el XVII noto que Dios tenia la costumbre de revelarse primero a Sus ingleses; Fichte, a principio del XIX, declaro que tener carácter y ser alemán es, evidentemente, lo mismo. Aquí, los nacionalistas pululan; los mueve, según ellos, el atendible o inocente propósito de fomentar los mejores rasgos argentinos. Ignoran, sin embargo, a los argentinos; en la polémica, prefieren definirlos en función de algún hecho externo; de los conquistadores españoles (digamos) o de una imaginaria tradición católica o del "imperialismo sajón".
El argentino, a diferencia de los americanos
del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello
puede atribuirse a la circunstancia de que, en este país, los gobiernos suelen
ser pésimos o al hecho general de que el Estado es una inconcebible
abstracción; lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano.
Aforismos como el de Hegel "El Estado es la realidad de la idea
moral" le parecen bromas siniestras. Los films elaborados en Hollywood
repetidamente proponen a la admiración el caso de un hombre (generalmente, un
periodista) que busca la amistad de un criminal para entregarlo a la policía;
el argentino, para quien la amistad es una pasión y la policía una maffia, siente que ese "héroe" es un
incompresible canalla. Siente con D. Quijote que "allá se lo haya cada uno
con su pecado" y que "no es bien que los hombres honrados sean
verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello" (Quijote, I,
XXII). Mas de una vez, ante las vanas simetrías del estilo español, he
sospechado que diferimos insalvablemente de España ;
esas dos líneas del Quijote han bastado para convencerme de error ; son como el
símbolo tranquilo y secreto de nuestra afinidad. Profundamente lo confirma una
noche de la literatura argentina : esa desesperada
noche en la que un sargento de la policía rural grito que no iba a consentir el
delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra sus soldados,
junto al desertor Martín Fierro.
El mundo, para el europeo, es un cosmos, en el que cada cual íntimamente
corresponde a la función que ejerce; para el argentino, es un caos. El europeo
y el americano del Norte juzgan que ha de ser bueno un libro que ha merecido un
premio cualquiera, el argentino admite la posibilidad de que no sea malo, a
pesar del premio. En general, el argentino descree de las circunstancias. Puede
ignorar la fábula de que la humanidad siempre incluye treinta y seis hombres
justos -los Lamed Wufniks- que no se conocen entre
ellos pero que secretamente sostienen el universo ;si la oye, no le extrañara
que esos beneméritos sean oscuros y anónimos... Su héroe popular es el hombre
solo que pelea con la partida, ya en acto (Fierro, Moreira, Hormiga Negra), ya
en potencia o en el pasado (Segundo Sombra). Otras literaturas no registran
hechos análogos. Consideremos, por ejemplo, dos grandes escritores europeos: Kipiling y Franz Kafka. Nada, a primera vista, hay entre
los dos en común, pero el tema del uno es la vindicación del orden, de un orden
(la carretera en Kim, el puente en The Bridge-Builders, la muralla romana en Puck of Pook’s
Hill); el del otro, la insoportable y trágica soledad de quien carece de un
lugar, siquiera humildisimo, en el orden del
universo.
Se dirá que los rasgos que he
señalado son meramente negativos o anárquicos; se anadira
que no son capaces de explicación política. Me atrevo a sugerir lo contrario.
El más urgente de los problemas de nuestra época (ya denunciado con profética
lucidez por el casi olvidado Spencer) es la gradual intromisión del Estado en
los actos del individuo; en la lucha con ese mal, cuyos nombres son comunismo y
nazismo, el individualismo argentino, acaso inútil o perjudicial hasta ahora,
encontrara justificación y deberes.
Sin esperanza y con nostalgia, pienso en la abstracta posibilidad de un partido
que tuviera alguna afinidad con los argentinos; un partido que nos prometiera
(digamos) un severo mínimo de gobierno.
El
nacionalismo quiere embelesarnos con la visión de un Estado infinitamente
molesto; esa utopía, una vez lograda en la tierra, tendría la virtud
providencial de hacer que todos anhelaran, y finalmente construyeran, su
antítesis.
Buenos Aires, 1946